19 ago 2025

El engaño ontológico y la importancia de su descubrimiento para la ciencia moderna

 

Hemos escuchado mil veces que la cuna del pensamiento filosófico y científico occidental está en la antigua Grecia, donde se forjó la emancipación del pensamiento respecto a sus antiguas ataduras mítico-religiosas y psicológicas. Hay un aspecto concreto de esta emancipación en la que nos vamos a detener en este post, y que ya se empezó a apreciar en el arte incluso antes de los primeros filósofos. Los pensadores en la antigua Grecia, en un determinado momento, al liberarse de sistemas de significación estrictamente realistas, donde palabra, cosa y experiencia se confundían, comenzaron a utilizar los conceptos de manera hipotética, sin temor a mentir o a caer en contradicción con una supuesta realidad inmediata. Fue entonces cuando las artes pudieron explorar mundos posibles desde una imaginación autónoma [Feyerabend, Forsdyke]. Al abirse una zona ambigua entre invención y realidad, donde la ficción se volvió una forma válida y necesaria de conocimiento, se empezó a crear el clima intelectual adecuado para el surgimiento de la filosofía y la ciencia teórica más especulativa.  

Es en este contexto de transformación que se inscribe una de las intuiciones más radicales de la filosofía griega: la posibilidad de que haya palabras que no refieran a nada real. Parménides fue el primero en dar forma a esta idea: una cosa es decir lo falso, entendiendo por ello una mentira epistemológica, y otra muy distinta es decir algo que no es en absoluto, nombrar lo que no es, caer en un engaño ontológico. Esta distinción, tan sutil como revolucionaria, supone que hay palabras que no remiten a nada real, que son meras etiquetas flotantes sin correlato ontológico.

Parece algo evidente hoy en día, pero Parménides dio un paso enorme: la palabra dejó de ser la cosa, y pasó a ser solo su nombre, lo que implica una disociación fundamental entre el lenguaje y el ser. Parménides sembró la duda (¿y si la palabra fuera sólo un signo, incapaz de captar el verdadero ser de la cosa?), naciendo así una tensión escéptica que atraviesa toda la filosofía posterior. Si las palabras no garantizan verdad, ¿está la filosofía, hecha de palabras, diciéndonos algo verdadero? ¿Podría en algún momento hacerlo?

Esta separación entre palabra y cosa, inaugurada por Parménides, es, por tanto, la condición de posibilidad de la ciencia, ya que este cuestionamiento continuo de la filosofía es la que la hace florecer, y la ciencia no es más que el conjunto de las partes de la filosofía que ya han florecido. Si la palabra ya no es la cosa misma, entonces puede haber múltiples nombres para una misma cosa, incluso nombres con significados claramente diferentes (como, por ejemplo, los nombres "lucero del alba" y "lucero del crepústulo", que ambos hacen referencia al planeta Venus). También puede ocurrir que una cosa pueda recibir predicados contradictorios. De esta contradicción emerge, como necesidad lógica, el concepto de sujeto, entendido no como individuo psicológico, sino como aquello que permanece idéntico bajo la multiplicidad de los nombres. Y, cuando aquí decimos "nombre", nos podemos referir también a "modelos matemático sobre el mundo". Como veremos al final de este post, las dualidades que se han descubierto en física teórica en el último siglo nos llevan a tener que aceptar que varios modelos matemáticos claramente distintos pueden hacer referencia a una misma realidad. Está bastante extendido el mito de que el mundo sigue un único modelo matemático y que de éste hay distintas "interpretaciones físicas". Pero lo que nos indica la física teórica es que es al revés.

En la línea del decubrimiento parmenideo del engaño ontológico, la ciencia nos ha permitido cuestionar y desmontar muchas de las ideas preconcebidas que teníamos sobre el mundo. Y el culmen lo hemos tenido durante los últimos 125 años, en los que la física moderna ha llevado esta intuición a su límite, desmontando sistemáticamente algunas de las nociones más básicas de nuestra experiencia intuitiva del mundo, como el tiempo absoluto, las trayetorias de las partículas e incuso el mismo concepto de partícula. En este sentido, las grandes teorías físicas contemporáneas no sólo han transformado nuestro conocimiento del universo: han revelado, una tras otra, las ilusiones ontológicas que durante siglos dimos por evidentes. Así como Parménides mostró que los nombres pueden ser sólo nombres, la física moderna ha mostrado que muchos de nuestros conceptos físicos más fundamentales carecen de realidad independiente.

Nos surge así, más que nunca, la duda de si los entes de los que creemos que está hecho el universo existen en realidad o son simplemente mitos, más útiles y eleborados con más madurez que los antiguos, pero mitos al fin y al cabo. En este post, además de revisar por encima las implicaciones del descubrimiento de Parménides en la historia de la filosofía y explicar el concepto del compromiso ontológico de las teorías, hacemos un repaso de hasta dónde ha llegado el que seamos conscientes del engaño ontológico en la física moderna, desde la relatividad hasta la teoría de cuerdas.

 

 

El descubrimiento del engaño ontológico

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Hasta Parménides, la posibilidad de que haya palabras que no hacen referencia a nada real era impensable [Mas]. En la tradición poética arcaica, especialmente en los cantos inspirados por las Musas, palabra y cosa aparecían unidas de forma indisoluble. La voz del poeta, infundida por la divinidad, no podía mentir. Así lo muestra el célebre pasaje de la Ilíada (II, 484 y ss.), donde el poeta apela al saber de las Musas para hablar con verdad:

«Decidme ahora, Musas, que habitáis los olímpicos palacios / pues vosotras sois diosas y doquiera asistís y sabéis todo; / (nosotros sólo oímos los rumores y no sabemos nada con certeza) / quiénes fueron los capitanes de los dánaos».

Aquí se manifiesta la distinción entre dos planos: el de los dioses (las Musas), que conocen la verdad ontológica, y el de los mortales, sumidos en la ignorancia. El poeta, aunque mortal, es capaz de decir la verdad porque recibe la voz divina, es decir, participa del plano de lo que es. La palabra poética no representa la cosa: es la cosa. El poeta, como intérprete de los dioses, hace visible lo oculto, desvela la verdad.

Pero con Parménides, esta concepción sufrió una fractura decisiva, al sostener que los mortales ponen nombres a lo que no es, que utilizan palabras sin referente ontológico. Para Parménides, lo que es, es, y lo que no es, no puede ni siquiera pensarse. El ser es uno, inmóvil, indivisible. Todo lo demás, la pluralidad, el cambio, el devenir, es apariencia. Por eso, los nombres que los hombres dan a estas apariencias son simples palabras, ficciones lingüísticas sin realidad. Parece algo evidente hoy en día, pero Parménides dio un paso enorme: la palabra dejó de ser la cosa, y pasó a ser solo su nombre, lo que implica una disociación fundamental entre el lenguaje y el ser. Parménides sembró la duda (¿y si la palabra fuera solo un signo, incapaz de captar el verdadero ser de la cosa?), naciendo así una tensión escéptica que atraviesa toda la filosofía posterior. Por ejemplo, en el mito de la caverna de Platón los prisioneros encadenados al fondo de la caverna confunden las sombras proyectadas en la pared con la realidad. Sólo quien logra salir y mirar el mundo exterior puede conocer la verdad. Pero incluso ese conocimiento está amenazado por el lenguaje, por los nombres que seguimos dando a las sombras.

Esta separación entre palabra y cosa, inaugurada por Parménides, es, por tanto, la condición de posibilidad de la ciencia, ya que este cuestionamiento continuo de la filosofía es la que la hace florecer y la ciencia no es más que el conjunto de las partes de la filosofía que ya han florecido. Si la palabra ya no es la cosa misma, entonces puede haber múltiples nombres para una misma cosa, incluso nombres con significados claramente diferentes (como, el ejemplo que dio Frege, los nombres "lucero del alba" y "lucero del crepústulo", que ambos hacen referencia al planeta Venus), porque "significar" y "nombrar" también son cosas distintas. También puede ocurrir que una cosa pueda recibir predicados contradictorios. De esta contradicción emerge, como necesidad lógica, el concepto de sujeto, entendido no como individuo psicológico, sino como aquello que permanece idéntico bajo la multiplicidad de los nombres. Y, si decimos nombre, nos podemos referir también a modelos matemáticos. Como veremos al final de este post, las dualidades que se han descubierto en física teórica en el último siglo nos llevan a tener que aceptar que varios modelos matemáticos claramente distintos pueden hacer referencia a una misma realidad.

Pero, paradójicamente, Parménides, al trazar la vía hacia la ciencia, también la encerró en una estructura aporética. Si solo el ser es, y el ser es inmóvil, entonces todo lo que percibimos, movimiento, multiplicidad, devenir, es ilusión. De sobre conocida son las paradojas de su discípulo Zenón, que se encargó de mostrar que seguir este camino conduce a negar las evidencias más básicas.

 

El compromiso ontológico en filosofía

 

El problema ontológico de los singulares

 

Relacionado con el engaño ontológico que se cometía sistemáticamente en el pensamiento antes de Parménides se encuentra el argumento ontológico de San Anselmo para "probar" la existencia de Dios. Anselmo parte de la idea de Dios como “aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado”. Según su razonamiento:

  • P1: O bien Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad, o Dios existe tanto en el entendimiento como en la realidad.

  • P2: Si Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad, entonces podemos concebir algo mayor que Dios, algo que difiera en virtud de existir en el entendimiento y en la realidad, pero que por lo demás sea exactamente como Dios.

  • P3: No es el caso que podamos concebir algo mayor que Dios (ya que esto precisamente forma parte de la idea de Dios).

  • Conclusión: Dios existe en tanto en el entendimiento como en la realidad.


Se ve claramente que es imposible que las premisas sean verdaderas y la conclusión falsa, con lo que es un argumento válido. ¿Estamos, por tanto, obligados a aceptar que Dios existe? No. Una cosa es que un argumento sea válido y otro que sea convincente, y para eso, además, es necesario aceptar que son verdaderas las premisas, lo cual, en este caso, no puede hacerse. Para verlo, vamos a examinar estas premisas y entender qué significan exactamente.

Hay diferentes maneras de interpretar “Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad” [Hare]:
  • Una manera de entender esto es la siguiente: decir que "Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad" equivale a decir que podemos concebir o imaginar que Dios existe, pero que en realidad no existe. Interpretado así, el argumento queda de esta forma:

    • P1: O bien podemos concebir que Dios existe, pero no existe; o podemos concebir que Dios existe, y sí existe.

    • P2: Si podemos concebir que Dios existe pero no existe, entonces podemos concebir algo mayor que él: algo exactamente como él, pero que sí existe.

    • P3: No es el caso que podamos concebir algo mayor que Dios.

    • Conclusión: Podemos concebir que Dios existe, y efectivamente existe.


Mientras concibamos que Dios existe, la primera premisa va a ser verdadera. El problema viene con la segunda premisa. Si podemos concebir que Dios existe, pero no existe, entonces no podemos ir más allá concibiendo que Dios existe. Cuando lo concebimos como existente, no hay nada más que hacer para concebirlo como existente, porque ya lo estamos haciendo. Por tanto, la segunda premisa es falsa, con lo que el argumento de Anselmo no puede convencer a nadie razonable.

Entendido de esta manera, el argumento ontológico de San Anselmo solo es convincente si se comete, sin notarlo, el engaño ontológico de suponer que una cosa, por el solo hecho de ser nombrada o pensada, ya es, y por tanto puede tener propiedades: no todo lo pensable es. Y esta crítica se puede aplicar siempre que alguien trata de convencernos de que, al decir que algo que han inventado, no existe, estamos entrando en contradicción. Si este tipo de argumentos. como el de Anselmo, fueran consistentes, resultaría, como dice Quine, que "en toda discusión ontológica el que sostiene la parte negativa tiene que cargar con el inconveniente de no poder admitir que su contrincante discrepa de él" porque no podría admitir que hay cosas que su contrincante sostiene y él no. A esta confusa doctrina, que debemos evitar en las discusiones ontológicas por los motivos expuestos anteriormente, se la conoce como la barba de Platón.  

  • Otra manera más sofisticada de interpretar la frase “Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad”, algo probablemente más cercano a lo que tenía en mente San Anselmo es la siguiente. Lo que la frase significa es: “Hay un Dios. Y él tiene la propiedad de existir en el entendimiento, pero carece de la propiedad de existir en la realidad”. Entendido de esta segunda forma, el argumento queda así:

    • P1: O bien hay un Dios con la propiedad de existir en el entendimiento pero sin la propiedad de existir en la realidad. O hay un Dios con ambas propiedades.

    • P2: Si hay un Dios con la propiedad de existir en el entendimiento pero carece de la propiedad de existir en la realidad, entonces podemos concebir algo mayor que él: algo con la propiedad de existir en la realidad, pero por lo demás exactamente como él.

    • P3: No es el caso que podamos concebir algo mayor que Dios.

    • Conclusión: Hay un Dios con la propiedad de existir en el entendimiento y también con la propiedad de existir en la realidad.


Pero ahora la primera premisa considera que Dios y la idea de Dios son la misma cosa, lo cual no es cierto. Además, al suponer que Dios no existe, no estamos suponiendo que haya un Dios con una extraña propiedad, la de existir en el entendimiento. Al suponer que Dios no existe, estamos suponiendo que no hay un Dios y tampoco la idea de Dios. Nadie razonable acaptaría la primera premisa.

Cuando afirmamos o suponemos que Dios no existe, eso no implica que estemos suponiendo que hay algo, Dios, con esa característica particular: la no existencia. Varios filósofos a lo largo de la historia han señalado esto: David Hume, en el siglo XVIII; Immanuel Kant, también en el siglo XVIII; Russell y Quine, en el siglo XX. La existencia no es una propiedad [Quine]. Cuando decimos que algo existe,y, más importante aún, cuando decimos que algo no existe no suponemos que haya ese algo y que tenga la propiedad de no existir. Como dijo Russell, afirmar eso sería pensar que hay alguna diferencia entre existir y ser. Si alguien insiste en considerar la existencia como una propiedad, está usando “existir” con un significado distinto de “ser”, con un significado de "actualización de los posibles" lo que crearía confusión y llevaría a una proliferación gratuita de entidades. Por eso Quine propuso dejar de usar el verbo "existir" en las discusiones ontológicas, y en su lugar usar "es" y "hay". En lo que sigue en este texto, seguiremos usando "existe", pero siempre como sinónimo de "es" y "hay". Nótese que, además, hay cosas cuya existencia ni siquiera puede admitirse como idea, y no se trata sólo de casos en los que la observación de la naturaleza o la experimentación no son necesarios para saber si existen o no (como, por ejemplo, "los numeros naturales que són múltiplos de 4 pero no lo son de 2"), sino también casos como "el número de elfos que hay en el mundo dividido entre el número de orcos". Todas estas invenciones que no pueden admitirse ni siquiera como cosas posibles sin actualizar, y tampoco hay un criterio universal para clasificar qué invenciones se pueden admitir como posibles sin actualizar y qué invenciones no. Como hemos indicado antes con el ejemplo de Frege, significar y nombrar son cosas distintas que no deben confundirse.

En su teoría de las descripciones singulares Russell mostró claramente cómo podemos usar nombres con significado aparente sin suponer que existan las entidades supuestamente nombradas. Los nombres a los que la teoría de Russell se aplica directamente son nombres descriptivos complejos, como "el actual rey de Francia" o “algo mayor que lo cual nada puede ser concebido”. Esta última expresión se explica en la teoría de Russel como: “Algo es tal que nada mayor puede ser concebido, y nada más es tal que nada mayor puede ser concebido”, enunciado que tiene significado pero que de ningún modo presupone que exista algo tal que nada mayor pueda ser concebido. Decir “Dios no existe” no significa que hay un Dios al que le falta la propiedad de existencia, sino simplemente que no hay tal cosa. Como explica muy bien Quine "cuando se a analiza un enunciado de ser o no ser mediante la teoría russelliana de las descripciones, ese enunciado deja de contener toda expresión que pretenda nombrar la entidad aducida y cuyo ser se discute, de tal modo que no puede seguir pensándose que la significatividad del enunciado presuponga el ser de aquella entidad. [...] El nombre singular en cuestión puede ampliarse siempre a descripción singular, trivialmente o no, y luego analizarlos a la Russell".

Podemos, por tanto, tirar a la basura la vieja noción de que los enunciados de no ser se destruyen a sí mismos, aunque estén formulados de una manera tan aparentemente convincente como el argmuento de Anselmo. Podemos hablar de Dios, construir oraciones gramaticalmente válidas que lo incluyan, e incluso tener creencias sobre él. Pero este tipo de referencias no implican compromiso ontológico. Podemos usar nombres, incluso oraciones enteras, sin que eso implique que las entidades nombradas existan realmente.

Por lo tanto, el argumento ontológico de Anselmo no funciona, pero parece funcionar en virtud de lo que los filósofos llaman una equivocación. Hay diferentes maneras de entender la frase “Dios existe en el entendimiento pero no en la realidad”. Bajo una de esas interpretaciones, la primera premisa del argumento parece correcta. Pero la segunda premisa no lo es. Bajo la otra interpretación, la segunda premisa parece correcta, pero entonces no lo es la primera. El argumento parece convincente porque cada premisa, considerada independientemente, tiene una lectura que parece plausible. Pero cuando se da una única lectura a todas las premisas, como una única forma de interpretar las palabras se destapa el engaño. Esto es algo que ocurre muchas veces en filosofía y muchas menos veces en ciencia, y el motivo es que la filosofía se encarga de estudiar aquellos problemas para los que, no sólo no hay consenso en cuál es su solución, sino que ni siquiera hay consenso en cómo abordarlos. Por eso lo filósofos no tienen herramientas de lenguaje para expresarse tan precisas como las fómulas matemáticas que las que disponemos los científicos.

El compromiso ontológico de Quine


De lo discutido en el párrafo anterior se desprende que, cuando alguien dice que "El ente singular Dios existe", esa persona se está comprometiendo con una ontología que contiene a Dios, pero en ningún caso nos atamos a una ontología que contenga a Dios cuando decimos "Dios no existe". Pero, ¿qué pasa con los entes universales como los atributos, las relaciones, los conjuntos, o los conceptos matemáticos en general? Como demuestra Quine, tampoco estamos obligados a admitir que tienen existencia. Podemos, por ejemplo, decir que "Algunas partículas tienen masa, y eso implica que no pueden moverse a 300 mil kilómetros por segundo" sin tener necesariamente que admitir que la propiedad "tener masa" ("to be massless" en inglés) exista.

Eso sí, para que la afirmación "Algunas partículas tienen masa, y eso implica que no pueden moverse a 300 mil kilómetros por segundo" sea verdadera las cosas que constituyen el campo o recorrido de la variable ligada "algunas" tienen que incluir particulas con masa y que ninguna de ellas se pueda mover a la velocidad de la luz. Eso nos hacer ver que toda teoría que contenga esa frase, como la teoría especial de la relatividad o la teoría cuántica de campos, está obligada a admitir que existen las partículas, ya sea con el significado universal de "especie de corpúsculo" (el atributo que tienen en común todos los electrones del mundo) o con el singular de "campo cuántico" (el objeto singular cuyas excitaciones son las partículas de esa especie).

Así, para evitar una inflación ontológica sin control, Quine propuso reformular todas nuestras afirmaciones en términos de lógica de predicados y, además, sólo admitir en nuestra teoria la existencia de aquello que es valor de una variable ligada en las afirmaciones de esa teoría: "una teoría está obligada a admitir aquellas entidades, y sólo aquellas, a las cuales tienen que referirse las variables ligadas de la teoría para que las afirmaciones hechas en ésta sean verdaderas". Se trata de un criterio, "no para saber lo que hay, sino para saber lo que una determinada observación o teoría dice que hay". 

Este enfoque lleva a Quine a lo que él llama una ontología austera, basada no en la intuición ni en el sentido común, sino en el análisis lógico de nuestras mejores teorías científicas. La ontología, por tanto, no es un dominio de verdades últimas o intuiciones metafísicas, sino una disciplina que depende de la lógica y de la ciencia. Y el compromiso ontológico es algo que se deduce de las estructuras formales de nuestras teorías, no de nuestras expresiones lingüísticas cotidianas.

Por eso, para Quine, la tarea del filósofo no es multiplicar entidades ni especular sobre mundos posibles, sino analizar qué presupone nuestro lenguaje científico formal cuando hablamos de “lo que hay”. Así, en toda teoría que pretenda explicar cómo es el mundo, si se formaliza adecuadamente, debe estar claro qué objetos tienen existencia física y cuales no, qué entes existen como conceptos matemáticos y qué otras cosas ni siquiera existen como idea. En lo que queda de post, vamos a ver qué es lo que ha pasado con algunos de los entes, cuya existencia dábamos por segura, en las teorías científicas de la física moderna a la luz de este análisis:

 

La teoría de la relatividad como destructora ontológica


Con la teoría de la relatividad, el siglo XX comenzó desmantelando una serie de supuestos ontológicos profundamente arraigados desde Newton y el sentido común que todos tenemos que proviene de nuestra experiencia cotidiana:

 

No tiene sentido el concepto de velocidad absoluta.

 

El principio de relatividad establece que las leyes de la física son las mismas en todos los sistemas de referencia inerciales. Como no hay ningún experimento que podamos hacer para determinar que es el tren el se se mueve y no la vía hacia atrás, esta teoría niega la existencia de una velocidad que sea la verdadera, independiente del observador: el movimiento es siempre relativo, de la vía respecto del tren o del tren respecto de la vía. La idea de que un objeto realmente va a 100 km/h desaparece, y es sustituida por las velocidades relativas entre objetos. Así, uno de los conceptos aparentemente más sólidos en nuestra intuición de sentido común, la velocidad, resulta ser una mera comparación sin entidad ontológica absoluta.

 

No existe el éter ni un sistema de referencia privilegiado.

 

La relatividad especial está basada, además de en el principio de relatividad, en el postulado de velocidad máxima  c de propagación de las interacciones, que coincide con la velocidad de la luz en el vacío. Juntando ambos postulados, se deduce que la luz por el vacío se propaga siempre a velocidad c sea cual sea el sistema de referencia inercial en el que nos situemos. Esto desmontó la concepción clásica de un “medio” físico que impregha hasta el vacío, el éter, en el que se propagan las ondas de luz. Si el éter no existe, entonces tampoco hay un sistema fijo e inmóvil respecto al cual todo lo demás se mueve o no.

 

No existe el tiempo absoluto.

 

El hecho de que la luz se propage por el vacío a velocidad c en todos los sistemas de referencia nos lleva a descartar la ley de suma de velocidades. Pero en la "demostración" de esta ley sólo hay una premisa que se puede descartar en este contexto: la que establece que el tiempo es el mismo en todos los sistemas de referencia inerciales. No existe, por tanto, un tiempo absoluto.

Otra forma de ver esto es darse cuenta de que, al juntar los dos postulados de la relatividad especial, dos sucesos que son simultáneos en un sistema de referencia inercial no pueden serlo en los demás sistemas de referencia. La simultaneidad, que antes se consideraba objetiva, es ahora relativa al estado de movimiento del observador. No existe un “ahora” universal. Cada sistema de refererncia tiene su propio tiempo. Así, el tiempo deja de ser un marco ontológico único, real en sí mismo, y pasa a ser una construcción dependiente del sistema de referencia.

 

No existe una intensidad del campo gravitatorio absoluta.

 

La relatividad general, mediante el principio de equivalencia, afirma que no hay manera de distinguir localmente entre un campo gravitatorio y un sistema no inercial. Así, la intensidad del campo gravitatorio g deja de ser una propiedad objetiva del espacio, para convertirse en una propiedad del sistema de referencia en el que se sitúan los observadores. Por ejemplo, para un observador en caída libre g es cero. Es importante señalar que, aunque g ya no existe en relatividad general como ente absoluto, el campo gravitatorio sí sigue existiendo como la curvatura del espaciotiempo.



La mecánica cuántica como destructora ontológica


La revolución cuántica fue aún más radical. Si la relatividad acabó con nuestras nociones clásicas de espacio y tiempo, podemos decir que la mecánica cuántica acabó destruyendo la mismísima existencia de propiedades físicas intrínsecas a los objetos. Semejante teoría revolucionaria pudo ser formulada gracias a lo que Heisenberg llamó el "espíritu de Copenhague", que hace referencia a la mentalidad abierta que es necesaria para poder empezar a entender la mecánica cuántica tal y como se formuó y sigue vigente hoy en dia, y que durante la década de 1920 hizo falta para poder construir la nueva teoría a los físicos que trabajaron en ella.

 

Los corpúsculos y las ondas son mitos 

 

¿En qué consiste el "espíritu de Copenhague"? Esta nueva mentalidad (nueva en la década de 1920), que tiene origen en la filosofía de Ernst Mach y está inspirada en la revolución relativista de Einstein, acepta que, si algo no se puede definir operacionalmente a partir de la experiencia, entonces ese algo es sospechoso de ser un mito, de no existir. Por tanto, es perfectamente legítimo construir teorías en las que ese algo no tiene significado físico, teorías que luego tendrán que superar las pruebas experimentales correspondientes. ¿Hay alguna forma de definir operacionalmente la simultaneidad entre sucesos en general para todos los sistemas de referencia? No. Por eso Einstein pudo construir una teoría donde no existe el tiempo absoluto.

No obstante, es necesario aclarar que esta mentalidad se aleja de Mach en que no implica que estemos obligados a eliminar de la física todo lo que no tenga conexión directa con la experiencia o pueda deducirse a partir de ella. El empirismo de Einstein es un empirismo con propósito unificador. La consistencia de la teoría, articulada en torno a primeros principios, está por encima de toda otra consideración, y tanto la relatividad como la mecánica cuántica están comprometidas ontológicamente con elementos necesarios para articular la teoría que no están directamente conectados con la experiencia.

Para explicar cómo este "espíritu de Copenhague" ayudó a construir la mecánica cuántica, es útil considerar el experimento de la doble rendija (con rendijas pequeñas, para que no sea demasiado complicado):


Este experimento nos dice que las partículas forman patrones de interferencia, es decir, se comportan como ondas. Pero cada una de ellas en la pantalla deja una marca discreta. Además, si tapamos la rendija de arriba con otra pantalla, la mitad de las veces la partícula golpeará la pantalla que tapa la rendija de arriba, y la otra mitad pasará por la rendija de abajo y no formará patrón de interferencia al llegar a la pantalla del fondo, es decir, en este caso las partículas se comportan como corpúsculos.

Por tanto, según el experimento que hagamos, las partículas exhiben propiedades de corpúsculos, o bien exhiben propiedades ondulatorias. Además, en otros experimentos necesitamos invocar ambos puntos de vista complementarios para explicar lo que se observa. Todo esto constituye el principio de complementariedad de Böhr, que ahora se ha puesto de moda llamar "contextualidad".

¿Tenemos que explicar esto a los estudiantes diciendo que "Böhr era muy oscuro con sus insinuaciones" y que "esto es una contradicción que no podemos entender pero que Böhr nos dice que tenemos que aceptar"? No. Si, a ciegas, palpamos el costado de un elefante nos puede parecer una pared, pero si lo que palpamos es la trompa, nos puede parecer una serpiente. ¿Vamos a decir que el elefante es, a la vez, una pared y una serpiente? No. Lo que vamos a decir es que es un elefante.

Análogamente, las partículas cuánticas no son ondas ni corpúsculos. No hay ningún procedimiento experimental que nos permita determinar sin ambigüedades que algo es una onda o un corpúsculo y, por eso, fue perfectamente legítimo construir una teoría, la mecánica cuántica, en la que las ondas y los corpúsculos son mitos. Las partículas que existen a veces se comportan como el mito de la ondas, y a veces como el de los corpúsculos. Los mitos son útiles a veces para acercarnos a la realidad desde determinados ángulos, pero no son la realidad.

 

Las trayectorias no tienen eistencia física. Sólo existen como conceptos matemáticos. 

 

Ya que las partículas cuánticas no son ni ondas ni corpúsculos, sino un objeto nuevo para los físicos (nuevo hace un siglo), ¿cómo podemos saber qué propiedades tienen? Resulta que el patrón de interferencia se observa aunque enviemos las partículas de una en una, sin posibilidad de que interaccionen entre ellas. El espíritu de Copenhague nos lleva a, para poder explicar esto, asumir que cada una de las partículas, en su movimiento, no sigue una trayectoria bien definida. Esto es lo que constituye el principio de indeterminación de Heisenberg.

La trayectoria, como entidad real, no existe. No es que no sepamos por dónde va el electrón: es que no va por ningún camino bien definido. Las trayectorias clásicas son ficciones útiles como conceptos matemáticos, no realidades ontológicas. Todos los pensadores, desde los atomistas griegos, habían asumido que las partículas se mueven según trayectorias bien definidas. Pues bien, las trayectorias en mecánica cuántica son como Santa Claus, no existen. Son un mito. Sólo al madurar lo descubrimos. 


Las magnitudes físicas no existen más allá del contexto en el que se miden.

 

Más sorprendente todavía es que en mecánica cuántica, las propiedades que atribuimos a un sistema, posición, energía, momento, etc, no tienen valores definidos hasta que no interactúan con un aparato de medida. El sistema cuántico aislado no tiene propiedades objetivas en el sentido clásico. Así, lo que considerábamos “real” (por ejemplo, la energía de un electrón) es más bien una propiedad del conjunto formado por el sistema y el aparato de medida de esa propiedad.

Para verlo, pensemos, por ejemplo, en la componente z del espín de un electrón. Este observable sólo puede tomar dos valores: +ℏ/2 y - ℏ/2. El espacio de estados del espín del electrón tiene dimensión 2, donde la componente del espín $S_z$ se identifica con la matriz de Pauli $\hbar \sigma_z/2$, y lo mismo para x y para y. Una base ortonormal sería:

$ \{ |\sigma_z=+1 \rangle , |\sigma_z=-1 \rangle \} $

Todo estado de este sistema es un vector en este espacio vectorial. Se tiene que poder escribir, por tanto, como una combinación lineal de los dos vectores anteriores. Un ejemplo de esto es este estado:

$ \frac{1}{\sqrt{2}}|\sigma_z=+1 \rangle + \frac{1}{\sqrt{2}} |\sigma_z=-1 \rangle $

En ese estado, la componente z del espín del electrón no toma un valor bien definido. Si lo hacemos pasar por un aparato de Stern-Gerlach, un 50% de las veces el electrón se desvía hacia arriba, y el otro 50% hacia abajo.

Se trata de un "estado superposición", ¿verdad? Pero, ¿qué pasa si aplicamos el operador "espín del electrón en la dirección del eje x" sobre este estado? Todo estudiante del primer curso de cuántica en la universidad sabe que lo que se obtiene es esto:

$ \hat{S}_x \left( \frac{1}{\sqrt{2}}|\sigma_z=+1 \rangle + \frac{1}{\sqrt{2}} |\sigma_z=-1 \rangle \right)=+\frac{\hbar}{2} \left( \frac{1}{\sqrt{2}}|\sigma_z=+1 \rangle + \frac{1}{\sqrt{2}} |\sigma_z=-1 \rangle \right) $

Es decir, nuestro "estado superposición" es un autoestado de la componente x del espín. Es un estado en el que la componente x del espín está bien definida, y vale +ℏ/2.

$  |\sigma_x=+1 \rangle = \frac{1}{\sqrt{2}}|\sigma_z=+1 \rangle + \frac{1}{\sqrt{2}} |\sigma_z=-1 \rangle $

Si giramos 90º el Stern-Gerlach y repetimos el experimento con el Stern-Gerlach orientado en el eje x, el electrón se va a desviar siempre hacia el mismo lado. Así que nuestro "estado superposición" no es un estado superposición. ¿En qué quedamos?

Resulta que, sea cual sea la combinación lineal que nos inventemos para el estado de espín del electrón

$ \cos (\theta/2) |\sigma_z=+1 \rangle + \sin (\theta/2) \exp{i\phi} |\sigma_z=-1 \rangle $

siempre existe una dirección "n" en la que el espín $S_n=\hbar\sigma_n/2$ , en ese estado, toma un valor bien definido, con lo que ese estado ya no se escribe como superposición.

$  | \sigma_n = +1 \rangle =  \cos (\theta/2) |\sigma_z=+1 \rangle + \sin (\theta/2) \exp{i\phi} |\sigma_z=-1 \rangle $

Y esto que hemos descrito para el espín del electrón ocurre para todos los sistemas cuánticos: en mecánica cuántica no ocurre que unos estados sea superposición y otros no. Serlo, o no, es relativo al observable considerado. Ser superposición o no es relativo a la base ortonormal en la que estamos trabajando. Es relativo a con qué ángulo oriento el aparato Stern-Gerlach del ejemplo que he puesto, que es el ejemplo más sencillo de todos.

En mecánica cuántica, sea cual sea la base ortonormal que elijamos para el espacio de Hilbert de los estados cuánticos, sea cual sea el operador hermítico que elijamos, siempre hay un aparato que mide el observable correspondiente. Al igual que ocurre con el experimento de la doble rendija, en el que la interacción con el campo electromagnético (emisión de luz) hace que pase a estar bien definido por qué rendija pasa la partícula, la interacción del sistema con el aparato de medida orientado en la dirección del vector $n$ provoca un entrelazamiento con el aparato y con el ambiente que hace que, a todos los efectos, el sistema se comporte como si el espín en la dirección $n$ tome un valor bien definido. 

 

La teoría cuántica de campos como destructora ontológica 

 

La teoría cuántica de campos, que unifica la relatividad especial con la mecánica cuántica, lleva este desvanecimiento de las ontologías clásicas aún más lejos.

 

Las partículas no existen como entes fundamentales y con identidad.


En este marco, lo que llamamos “partículas” son en realidad excitaciones de campos cuánticos. No hay un electrón “cosita” con trayectoria y localización, sino una excitación en un campo extendido. Dado que todas las excitaciones de un mismo campo son indistinguibles, eso hace que cada electrón, o cada partícula del tipo que sea, no tenga identidad propia.

Además, ni siquiera el número de partículas está bien definido: en muchos estados cuánticos, como en los estados coherentes de la luz, el número de fotones no toma en la naturaleza un valor definido, sino que es una superposición de posibilidades. Eso sí, al interaccionar con un detector el campo cuántico sí se comporta como si estuviera hecho de un número concreto de partículas por lo explicado anteriormente y que, además, parecen puntuales porque las interacciones de los campos son locales (recordemos que esta teoría respeta también los postulados de la relatividad especial, no sólo los de la mecánica cuántica).

Paradójicamente, cuando el número medio de fotones es muy grande, la luz en un estado coherente se comporta como una onda clásica bien definida, aunque el número exacto de partículas no exista. El mundo de la teoría clásica de campos (el electromagnetismo de Maxwell) aparece como una ilusión estadística emergente, así que los campos clásicos tampoco existen a nivel fundamental.

En mecánica cuántica, cuando se produce decoherencia, un estado que es superposición de estados en los que una magnitud está bien definidia, aunque no tenga un valor de esa magnitud bien definido, acaba evolucionando a un estado entrelazado con grados de libertad que se pierden y, encontes, la mecánica cuántica se comporta exactamente igual a como lo hace la mecánica estádística clásica, con lo que, a todos los efectos, sí podemos saber que esa magnitud toma un valor bien definido aunque no la hayamos medido todavía y no sepamos cuál es. Pues bien, si aplicamos esto a un estado en el que el número de partículas no está bien definido, tras este proceso de decoherencia sí podemos decir que el campo cuántico está en un estado de mezcla estadística de poseer distintos números de partículas.

El vacío en teoría cuántica de campos se define como el estado en el que no hay ninguna partícula, el campo no está excitado. Pero, aunque un campo cuántico esté en el estado vacío, para una observadora acelerada se puede demostrar que ese campo está en un estado que para ella posee un número de partículas que no está bien definido. Como para ella hay grados de libertad que se pierden tras ella (porque al acelerar hay zonas que deja atrás que ya no van a estar conectadas causalmente con ella al no llegarle de esa zona rayos de luz), entonces ese estado de superposición aparece como una mezcla estádistica. Es decir, una observadora acelerada va a detectar que está en un baño térmico de partículas, cuya temperatura es, además, proporcional a la aceleración que ella tiene (efecto Unruh). Esas partículas que ella detecta, ¿existen?. Más aun, cada vez que ella detecta una partícula absorbiéndola con su detector, este proceso es visto por otro observador, que no acelera, como que el detector de ella ¡ha emitido una partícula! En teoría cuántica de campos el número de partículas que hay dependen del observador. 

Es más, en teoría cuántica de campos en espacios curvos, genéricamente se dan situaciones en los que no podemos interpretar los estados de los campos como hechos de partícular, ni siquiera como superposición de estados en los que, en cada uno de los términos de la superposición, el número de partículas esté bien definido. Lo que existen no son las partículas, sino los campos cuánticos.


La teoría de cuerdas como destructora ontológica

 

La teoría de cuerdas, aún en desarrollo, profundiza estos engaños ontológicos de manera aún más extrema. Esta teoría supone que, si las exploramos microscópicamente, las excitaciones de los campos cuánticos no son partículas, sino cuerdas:

 


Las dualidades nos dicen que el espacio-tiempo no existe en sentido clásico.  

 

Un ejemplo es la dualidad T, que implica que una dimesión compacta de radio R es físicamente indistinguible de otra con radio $l_s^2/R$, donde $l_s$ es una escala de longitud característica de las cuerdas. Lo que en un escenario son cuerdas que se mueven en esa dirección compacta con cantidad de movimiento $n/R$, en el otro son cuerdas enrolladas n veces en la dimensión compacta y viceversa.

 


Así, dimensiones compactas pequeñas, comparadas con $l_s$, son indistinguibles de las grandes. Las físcia es la misma. Por ello, en teoría de cuerdas ambos escenarios matemáticos describen la misma realidad. Ya no es sólo, como denunció Parménides, que podamos poner nombres diferentes a la misma cosa, es que podemos asignar diferentes modelos matemáticos a una misma realidad. La dualidad T es sólo una de las muchas dualidades que hay en teoría de cuerdas, en las que distintas descipciones con distintos espaciostiempo, distintos grupos gauge, objetos no perturbativos, etc corresponden a la misma realidad.

Esto destruye la idea de que el “tamaño” del espacio sea una propiedad objetiva. De hecho, en teoría de cuerdas el espaciotiempo es tal en tanto es explorado por las cuerdas. Al no haber objetos puntuales en la teoría, no existe un espaciotiempo clásico, como una variedad diferenciable que pueda ser explorado por ellas. De hecho, en algunos escenarios aún más radicales, las llamadas compactificaciones no geométricas, ni siquiera puede hablarse de una geometría del espacio: los grados de libertad fundamentales no tienen interpretación espacial. 

 

La holografía cuestiona también la realidad de las cuerdas mismas. 


Además, según el principio holográfico, formulado inicialmente en el contexto de la gravedad cuántica, toda la información contenida en una región del espacio puede codificarse en su frontera. Esto sugiere que el volumen tridimensional podría ser sólo una proyección de información bidimensional. Lo que llamamos “interior del espacio” no es más real que la imagen proyectada de un holograma.

La teoría de cuerdas muestra cómo un universo con gravedad puede emerger de una teoría sin gravedad definida en una dimensión menos mediante la deniminada correspondencia AdS/CFT, que es un modelo matemático preciso del principio holográfico en universos asintóticamente Anti-de Sitter (AdS). Según esta correspondencia, a la que llegó Maldacena estudiando cómo la teoría de cuerdas describe los agujeros negros, la física de cuerdas en ciertos espacios cuya parte no compacta es asintóticamente AdS, que es una física que describe la gravedad cuántica, es equivalente a la física codificada en una teoría conforme (CFT), sin gravedad, que vive en la frontera de AdS. Es un resultado muy sorprendente: en este contexto, toda la física gravitacional, incluidos procesos como la formación y evaporación de agujeros negros, se puede describir en términos de una teoría sin gravedad.

 

Y aunque AdS no es nuestro universo, porque tiene una constante cosmológica negativa y el nuestro positiva (aunque seguramente no es "costante"), esta dualidad ha permitido explorar aspectos muy fundamentales de la gravedad cuántica. Hasta ahora, extender esta dualidad a otros tipos de espacio-tiempo, como Minkowski o de Sitter (el más parecido al nuestro), no ha tenido éxito.Los intentos de extender estas ideas fuera de AdS, por ejemplo a nuestro universo con constante cosmológica positiva, no han funcionado demasiado bien. Aun así, se cree que las lecciones obtenidas en AdS pueden enseñarnos cosas sobre la estructura general del espacio-tiempo, que lo que aprendamos en AdS nos servirá para entender otros tipos de espacio, aunque no sea aplicable directamente. Por ejemplo, una idea que ha salido de estas investigaciones es que el propio espaciotiempo podría no ser fundamental, sino que surgiría de patrones de entrelazamiento cuántico en la teoría dual: los puntos “cercanos” lo son porque los qubits están entrelazados de cierta forma. La noción de que un punto solo influye a sus vecinos viene del patrón de entrelazamiento del sistema cuántico que lo describe. Que el espaciotiempo emerge del entrelzamiento es una idea bellísima. Así, conceptos como “localidad” y “geometría” podrían ser el resultado de cómo se distribuye la información cuántica.

 

Se da así la situación paradójica de que, para poder tener un modelo matemáticamente consistente en el UV de la gravedad cuántica, hemos postulado que el universo está hecho de nuevas estructuras, cuerdas en vez de las partículas que describen las teorías cuánticas de campos. Y ahora descubrimos que esas cuerdas no son tan fundamentales como se propuso originalmente, ya que los elementos dinámicos de la CFT equivalente vuelven a ser las partículas de la teoría cuántica de campos, pero en una dimensión menos. El propio espacio en el que vibran y se mueven esas cuerdas podría no ser más que un constructo emergente que surge de las excitaciones y entrelazamiento de las partículas en la frontera de ese espacio.


 

Conclusión

 

Parménides enseñó que no todo lo que se dice tiene que ser. Siguiendo la línea que inauguró Parménides, el pensamiento de los filósofos posteriores, culminando en Quine, nos ofrece una herramienta lógica para evitar inflaciones ontológicas innecesarias. Hoy sabemos, gracias a la física, que tampoco todo lo que se ve, se mide, se calcula o se daba por seguro, tiene necesariamente que existir como entidad real. Los nombres que damos a los elementos de nuestras teorías, velocidades, trayectorias, partículas, espacio, tiempo, no son necesariamente espejos del ser. Ni siquiera lo son los modelos matemáticos que utilizamos.

La física moderna ha seguido el camino abierto por los primeros filósofos griegos, desvelando un mundo cuya estructura profunda desafía nuestra intuición y nuestras idemas preconcebidas que dábamos por seguras. La ciencia, como la parte de la filosofía que más ha florecido, implica necesarimante continuar con el esfuerzo, iniciado por los presocráticos, por distinguir entre lo que es y lo que sólo parece ser, una consecuencia inevitable de la madurez que hemos ido adquiriendo desde que nos dimos cuenta del engaño ontológico.

 

Sobre el autor: Sergio Montañez Naz es doctor en física teórica y profesor de secundaria de la enseñanza pública en la Comunidad de Madrid.
 

Referencias bibliográficas

  • Luis Ibáñez L., Uranga A. (2012), String Theory and Particle Physics – An Introduction to String Phenomenology, Cambridge University Press.
  • Feyerabend P. (1975), Tratado contra el método. Tecnos 1981.
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  • Mas Torres S. (2003), Historia de la filosofía antigua. Grecia y el helenismo. UNED.
  • Quine W. V. O. (1948), What is there, en Desde un punto de vista lógico, Orbis.  
  • Wald R. M. (1994), Quantum Field Theory in curved spacetimes. Chicago University Press.
  • Zwiebach B (2009), A first course in string theory, Cambridge University Press.

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