Hemos escuchado mil veces que la cuna del pensamiento filosófico y científico occidental está en la antigua Grecia, donde se forjó la emancipación del pensamiento respecto a sus antiguas ataduras mítico-religiosas y psicológicas. Hay un aspecto concreto de esta emancipación en la que nos vamos a detener en este post, y que ya se empezó a apreciar en el arte incluso antes de los primeros filósofos. Los pensadores en la antigua Grecia, en un determinado momento, al liberarse de sistemas de significación estrictamente realistas, donde palabra, cosa y experiencia se confundían, comenzaron a utilizar los conceptos de manera hipotética, sin temor a mentir o a caer en contradicción con una supuesta realidad inmediata. Fue entonces cuando las artes pudieron explorar mundos posibles desde una imaginación autónoma [Feyerabend, Forsdyke]. Al abirse una zona ambigua entre invención y realidad, donde la ficción se volvió una forma válida y necesaria de conocimiento, se empezó a crear el clima intelectual adecuado para el surgimiento de la filosofía y la ciencia teórica más especulativa.
Es en este contexto de transformación que se inscribe una de las intuiciones más radicales de la filosofía griega: la posibilidad de que haya palabras que no refieran a nada real. Parménides fue el primero en dar forma a esta idea: una cosa es decir lo falso, entendiendo por ello una mentira epistemológica, y otra muy distinta es decir algo que no es en absoluto, nombrar lo que no es, caer en un engaño ontológico. Esta distinción, tan sutil como revolucionaria, supone que hay palabras que no remiten a nada real, que son meras etiquetas flotantes sin correlato ontológico.
Parece algo evidente hoy en día, pero Parménides dio un paso enorme: la palabra dejó de ser la cosa, y pasó a ser solo su nombre, lo que implica una disociación fundamental entre el lenguaje y el ser. Parménides sembró la duda (¿y si la palabra fuera sólo un signo, incapaz de captar el verdadero ser de la cosa?), naciendo así una tensión escéptica que atraviesa toda la filosofía posterior. Si las palabras no garantizan verdad, ¿está la filosofía, hecha de palabras, diciéndonos algo verdadero? ¿Podría en algún momento hacerlo?
Esta separación entre palabra y cosa, inaugurada por Parménides, es, por tanto, la condición de posibilidad de la ciencia, ya que este cuestionamiento continuo de la filosofía es la que la hace florecer, y la ciencia no es más que el conjunto de las partes de la filosofía que ya han florecido. Si la palabra ya no es la cosa misma, entonces puede haber múltiples nombres para una misma cosa, incluso nombres con significados claramente diferentes (como, por ejemplo, los nombres "lucero del alba" y "lucero del crepústulo", que ambos hacen referencia al planeta Venus). También puede ocurrir que una cosa pueda recibir predicados contradictorios. De esta contradicción emerge, como necesidad lógica, el concepto de sujeto, entendido no como individuo psicológico, sino como aquello que permanece idéntico bajo la multiplicidad de los nombres. Y, cuando aquí decimos "nombre", nos podemos referir también a "modelos matemático sobre el mundo". Como veremos al final de este post, las dualidades que se han descubierto en física teórica en el último siglo nos llevan a tener que aceptar que varios modelos matemáticos claramente distintos pueden hacer referencia a una misma realidad. Está bastante extendido el mito de que el mundo sigue un único modelo matemático y que de éste hay distintas "interpretaciones físicas". Pero lo que nos indica la física teórica es que es al revés.
En la línea del decubrimiento parmenideo del engaño ontológico, la ciencia nos ha permitido cuestionar y desmontar muchas de las ideas preconcebidas que teníamos sobre el mundo. Y el culmen lo hemos tenido durante los últimos 125 años, en los que la física moderna ha llevado esta intuición a su límite, desmontando sistemáticamente algunas de las nociones más básicas de nuestra experiencia intuitiva del mundo, como el tiempo absoluto, las trayetorias de las partículas e incuso el mismo concepto de partícula. En este sentido, las grandes teorías físicas contemporáneas no sólo han transformado nuestro conocimiento del universo: han revelado, una tras otra, las ilusiones ontológicas que durante siglos dimos por evidentes. Así como Parménides mostró que los nombres pueden ser sólo nombres, la física moderna ha mostrado que muchos de nuestros conceptos físicos más fundamentales carecen de realidad independiente.
Nos surge así, más que nunca, la duda de si los entes de los que creemos que está hecho el universo existen en realidad o son simplemente mitos, más útiles y eleborados con más madurez que los antiguos, pero mitos al fin y al cabo. En este post, además de revisar por encima las implicaciones del descubrimiento de Parménides en la historia de la filosofía y explicar el concepto del compromiso ontológico de las teorías, hacemos un repaso de hasta dónde ha llegado el que seamos conscientes del engaño ontológico en la física moderna, desde la relatividad hasta la teoría de cuerdas.